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El documental y su público en México por Rodolfo Peláez*


Autor: Jefe del Departamento de Publicaciones del Centro Universitario de Estudios Cinematográficos, adjunto a la UNAM, que edita la
revista Estudios Cinematográficos.

Para los documentalistas de hoy, pareciera que el hecho de que el cinematógrafo emergiera como documental —en tanto registro de sucesos que “realmente” ocurrían frente a la cámara— es sólo una nostálgica precisión de datos: las cosas ocurrieron así porque no había otra forma de que ocurrieran; el desarrollo argumental y las técnicas de filmación
y de edición tardaron sólo unos cuantos años para fortalecer al cine de ficción, esto es, la incipiente industria del entretenimiento. En tanto, el registro documental regiría la producción cinematográfica de 1895 y al menos hasta mediados de los años diez. Su permanencia sobre la ficción unos años más se debió, primero, a que había muchos mundos por descubrir, o dicho de otra manera, mundos sobre los cuales plasmar la mirada occidental; segundo, al hecho de que el inicio del siglo XX se caracterizó por movimientos político-sociales de gran envergadura, tales como la Revolución Mexicana, la Revolución Rusa y la Primera Guerra Mundial, lo que obligó de alguna manera al cine a continuar con la veta testimonial que le diera origen.
En el Índice cronológico del cine mexicano1 se consigna, en 1896 —año de la llegada de los representantes de Lumière a México—, un total de 35 cintas producidas en nuestro país, 34 de ellas definidas como “reportaje”, léase documental. Desde ese año y hasta 1910, en que da inició la Revolución, se consignan un total de 238 producciones, 218 bajo el rubro de reportaje, y entre las otras 20 encontramos también formas de documental como el teatro filmado, el ensayo histórico o la “revista nacional”.
En 1911 se da un incremento significativo: del total de 75 cintas producidas, 71 son reportajes de actualidad y otras tres dan inicio al género de documental de archivo, llamado por Moisés Viñas “ensayo de montaje”. En estas cintas encontramos corridas de toros, carreras de autos, escenas triunfalistas a favor de Madero… en fin, que para 1912 la producción se reduce a la mitad, sobre todo a escenas revolucionarias.



El año de 1913 estaría marcado por la Decena Trágica, que fuera documentada lo mismo por Guillermo Becerril, los hermanos Alva y Enrique Echániz. A partir de entonces, y hasta el triunfo de los constitucionalistas, la Revolución marcaría la producción cinematográfica del país. En 1914 se realizaron un total de 26 cintas, 18 en 1915 y nueve en 1916. Si bien la producción disminuía notoriamente, la gran mayoría de las películas eran documentales. Pero con el término “oficial” del movimiento revolucionario, la producción dio un giro de 180 grados: en 1917, de las 32 realizaciones —siguiendo a Viñas— sólo ocho fueron documentales. Parecía que teníamos una sociedad ávida por entretenerse y olvidarse de la guerra civil, para dar entrada a El charro negro (Manuel Cicerol, 1917), Maciste turista (Santiago J. Sierra y Carlos Fox, 1917) y algunos otros dramas.
El triunfo de Venustiano Carranza pareciera ser también el del cine argumental y ficticio. A partir de su llegada al poder quedó un vacío en las pantallas cinematográficas, o quizá deberíamos decir un agujero. Cuenta Martín Luis Guzmán en El águila y la serpiente2 que, perfilado ya Carranza como Primer Jefe para cuando se celebró la Convención de Aguascalientes, en noviembre de 1914, llegó a esta ciudad el propio Jesús H. Abitia o “alguno de sus ayudantes o sus émulos… a mostrar a los señores miembros de la asamblea la película de las gestas revolucionarias3 tomada sobre el propio campo. Su misión, pues, más que de artista, era de político, y de político sagaz, de político constructivo. Porque nada en verdad tan oportuno en aquella hora del llamamiento a la concordia como hacer que los jefes de los grupos
disidentes se vieran de nuevo, así fuese sólo en la pantalla, batallando juntos por la empresa guerrera y política de que ya eran constancia documental las escenas grabadas en la cinta de celuloide”.
En un ambiente anticarrancista, y con fracciones de apoyo a Zapata y Villa, la película de la Revolución se exhibió por más de una hora a teatro lleno, donde Lucio Blanco y Martín Luis Guzmán no podían entrar ya; sin embargo, tuvieron una genial idea: ver la cinta detrás de la pantalla en cómodos asientos de utilería.
“Luego, al apagarse las lámparas, el barullo creció… Pero de súbito todo cambió. Risas y gritos, pateo y silbidos se convirtieron en ovación estruendosa al dibujarse con letras de luz el título de la epopeya revolucionaria reducida a programa de cine. Y entonces supe yo lo que es, a telón caído, el aplauso entusiasta de todo un teatro: saboreé, en la imaginación, la gloria de los grandes comediantes. […] Y de este modo, de etapa en etapa, se alcanzó al fin, al proyectarse la escena en que se veía a Carranza entrando a caballo en la ciudad de México, una especie de batahola de infierno que culminó en dos disparos.
“[…] Ambos proyectiles atravesaron el telón, exactamente en el lugar donde se dibujaba el pecho del Primer Jefe […] Si como entró el Primer Jefe a caballo en la ciudad de México, hubiera entrado a pie, las balas hubieran sido para nosotros.”

La exhibición documental requiere, al igual que su realización, de consideraciones éticas y políticas en no pocos casos. Su fuerza se hizo evidente en esta anécdota. Quizá debido a otras muchas circunstancias, como la propia pacificación del país, a partir de entonces el documental sólo vería la luz en contadas ocasiones.
Finalmente, durante los dos últimos años de esta convulsionada década, destaca como muestra del triunfo de la ficción el estreno de Santa (1918), de Luis G. Peredo, o El automóvil gris (1919), de Enrique Rosas, quien utiliza, incluso, imágenes documentales para narrar su aventura, con lo que le da un nuevo giro a la manera de ver “la realidad”.
Una exhibición sistematizada.
Si bien no contamos todavía con una investigación que dé cuenta pormenorizara de la exhibición al inicio del cinematógrafo, podemos observar que la cartelera cinematográfica de Ciudad de México4, a partir de 1920, muestra con claridad lo que hasta aquí hemos venido señalando: la permanencia de la ficción sobre el documental a partir de esta fecha. Así, en esta década la exhibición comercial parece establecerse totalmente, pues se registran un total de 5044 estrenos, de los cuales sólo 44 son documentales —menos del uno por ciento, y 13 de ellos mexicanos—, entre los que destacan, ni más ni menos, Nanook of the North (1922) y Moana (19 26 ), de Robert J. Flaherty. Según nos señala Jorge Ayala Blanco5, en los años treinta ni siquiera se consignaron estadísticamente los documentales, pues éstos no rebasaron ni siquiera diez títulos de los 3141 exhibidos a lo largo de esa década. Para los cuarenta la situación mejora ligeramente: de 4137 cintas exhibidas, 48 son documentales (1.16%), de las cuales nueve son nacionales y dos de éstas muestran la afinidad de compilar imágenes de archivo: De Porfirio Díaz a Lázaro Cárdenas y Treinta años de cine; en tanto, de entre las extranjeras destaca XI Olimpiada, la fiesta de las naciones (1938), de Leni Riefenstahl. Y si de compilaciones de material de archivo se trata, la década siguiente se destaca por la proyección de Memorias de un mexicano (1950), que recaba el material de Salvador Toscano bajo la dirección de su hija, Carmen Toscano; en total, en esa década se exhibieron 4346 cintas, sólo 56 de ellas documentales (1.28%), de las cuales sólo siete eran mexicanas. En cuanto a las cintas extranjeras que se proyectaron en los cincuenta, destaca El mundo silencioso (1955), de Jacques-Yves Cousteau.
Para el periodo 1960-1969 se exhibieron propiamente los mismos documentales que en la década anterior, de los cuales sólo cuatro son mexicanos, entre los que destaca un segundo documental antológico sobre el movimiento revolucionario, ahora el correspondiente al material de Jesús H. Abitia y que, bajo el título de Epopeyas de la Revolución Mexicana, dirigiera en 1963 Gustavo Guerrero. Ambas décadas coinciden también porque en ellas se dieron a conocer sendos documentales de archivo acerca de Pedro Infante, muerto en 1957. Entre los filmes destaca Perro mundo (Gualtiero Jacopetti, 1962), documental italiano que para Gerardo Salcedo, subdirector de Programación de Cineteca Nacional6, ha sido hasta hace muy poco el mayor éxito de un documental en pantallas comerciales en nuestro país, al mostrar escenas extrañas para el público occidental, ya sea por su atrocidad o por la morbosidad provocada, elementos que, al igual que las escenas de la naturaleza o los eventos políticos cotidianos, fueron poco a poco absorbidos por la televisión.


Los setentas: el rock y el cine de Estado.
En cuanto a las cifras, esta es una década en la que visiblemente hay un incremento del documental: en total se exhibieron 146 de las 5018 cintas proyectadas, y de esta cantidad, 25 corresponden a documentales mexicanos. Dicho incremento se debe, según Gerardo Salcedo, a la aparición de dos géneros: el documental antropológico producido por el Estado mexicano y exhibido en sus propias pantallas —entre los que se encuentran Los que viven donde sopla el
viento suave (Felipe Cazals, 1973) y María Sabina, mujer espíritu (Nicolás Echevarría, 1979)— y el género del documental de rock, gracias al cual se pudieron ver en nuestro país conciertos de grupos que de manera pública hubieran estado proscritos, como son Monterrey Pop Festival (1968) , Woodstock (1970), Led Zeppelin: La canción es la misma (1977), entre otros muchos. Como producción mexicana de este género destaca el trabajo de Alfredo Gurrola, Avándaro (1971). Además de estas cintas, destaca el trabajo de una recién creada Cineteca Nacional, que en esa década armó ciclos con documentales independientes, entre los que se encuentran El grito (Leobardo López Aretche, 1968-1970), Una y otra vez (Eduardo Maldonado, 1972-1975), Chihuahua, un pueblo en lucha (Taller de Cine Octubre, 1972-1975), Etnocidio: notas sobre El Mezquital (Paul Leduc, 1976), Lecumberri / El palacio negro (Arturo Ripstein, 1976), y más. Se suman a las citadas, de entre las nacionales, otro tipo de cintas como Pelé, (François Reichenbach, 1976, exhibida en 10 salas), Juan Pablo II: la visita del Papa a México (colectiva, 1979, nueve salas durante dos semanas), y, ni más ni menos, Rigo, una confesión total (Víctor Vío, 1978, con las mismas salas que Pelé). Para no cerrar los comentarios sobre esta década con un desecho de virtuosismo documental mexicano, señalaremos que, amén de las producciones sobre rock, se exhibieron igualmente documentales tan importantes como Paralelo 17 (Joris Ivens, 1967), Crónica de un verano (Jean Rouch y Edgar Morin, 1960), El golpe de Estado / La batalla de Chile II (Patricio Guzmán, 1973-1976), Harlan County, USA (Barbara Kopple, 1976), así como dos documentales de Paul Rotha.


Dos décadas perdidas.
Una generación de estudiantes egresados de las escuelas de cine completó su formación en ese cine de los setenta, de cuya exhibición se encargaron los cineclubes, la Cineteca y la Universidad Nacional. Y si bien la producción de documentales para la pantalla grande había disminuido en todo el mundo, en México se produjeron en los ochenta más documentales en relación con lo que venía ocurriendo hasta entonces, aunque pocos alcanzarían a establecerse en las salas de cine; antes bien, serían los propios espacios alternativos los que le darían su razón de ser. Así, es en estos años que Carlos Mendoza realiza sus trabajos dentro del CUEC; asimismo se producen, sólo en 1980, entre otros, Algo sobre Jaime Sabines, de Claudio Isaac y Sara Elías Calles; Brujos y curanderos, de Juan Francisco Urrusti; Historias prohibidas de Pulgarcito, de Paul Leduc; Mitote tepehuano, de Rafael Montero; Niño Fidencio, el taumaturgo de espinazo y Poetas campesinos, ambas de Nicolás Echevarría. Posteriormente vendrían El día que vinieron los muertos / Mazatecos I (Luis Mandoki, 1981); Laguna de dos tiempos (Eduardo Maldonado, 1982); Juchitán, lugar de las flores (Salvador Díaz, 1984). A partir de este último año, el número de documentales producidos en México se fue reduciendo de una manera vertiginosa, hasta casi desaparecer. Podemos citar como un esfuerzo posterior digno Ulama (Roberto Rochín, 1986), que consiguió mantenerse en el circuito comercial por algunas semanas.


Un resurgimiento ¿destinado al fracaso?
Para Salcedo, desde principios de los ochenta el panorama —tanto en producción como en exhibición— es realmente sombrío: no sería sino hasta 1995 que podríamos hablar de un tímido resurgimiento del documental, con Un beso a esta tierra de Daniel Goldberg, estrenada en el circuito Cinemex. A ésta le seguiría Del olvido al no me acuerdo (1999), de Juan Carlos Rulfo, que conseguiría, con 12 copias, poco más de 63 mil espectadores. En 2003, nos señala Salcedo, la exhibición de dos películas sobre el rock mexicano parecen rescatar una tradición externa de manera diferente: por un lado, Alex Lora, esclavo del rocanrol , de Luis Kelly, pretendió que en tiempos en que el rock se encuentra ya legalizado, la semblanza sobre el músico tendría un gran público, y apostó por una proyección que suena exagerada hasta para un estreno de ficción: 200 copias, con un resultado francamente catastrófico: 17 mil espectadores en diez días (menos de mil espectadores por copia). Por otra parte, la cinta No tuvo tiempo. La hurbanistoria de Rockdrigo, de Rafael Montero, no sólo recupera esta tradición musical, sino también a los circuitos culturales, confiando el éxito de la cinta a la recomendación de voz en voz.
En cuanto a los documentales extranjeros, es desde luego digno de mención, por un lado, que la Cineteca haya continuado proyectando, en Muestras internacionales y ciclos especiales, filmes documentales, y que algunos de ellos hayan tenido especial éxito, como es el caso de Buena Vista Social Club (Wim Wenders, 1999). Respecto a la corrida plenamente comercial, el único éxito que realmente puede llamarse así es desde luego Masacre en Columbine (Michael Moore, 2002), con un total de 170 mil espectadores hasta el 10 de noviembre de 2003, logrando un récord no visto desdePerro mundo.
Tanto para Jorge Ayala Blanco como para Gerardo Salcedo, siempre será benéfico para el cine nacional alentar la producción y exhibición del cine documental, entendida ésta como una de las expresiones más complejas del cine de autor, así sea sólo en circuitos culturales. Es por ello apreciable el esfuerzo de estudiantes de las escuelas de cine que han presentado trabajos decorosos, exhibidos en festivales y cine clubes, en espera de que puedan llegar a las esferas
comerciales. Tal es el augurio para cintas como Ni una más (Alejandra Sánchez, 2002), La canción del pulque (Everardo González, 2002) y Recuerdos (Marcela Arteaga, 2003).

Una producción de Guillermo Hernández Velázquez y Luis Arturo Villar Sudek, con la colaboración de Eunice Benitez y Juan Domínguez Bertheau


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1.- Moisés Viñas, Índice cronológico del cine mexicano (1896-1992), Dirección General de Actividades Cinematográficas, UNAM,
México, 1992.

2.- Martín Luis Guzmán, “La película de la Revolución”, en El águila y la serpiente ; Obras completas I , tercera edición, Letras
Mexicanas, FCE, México, 1998; pp. 4 26 -431.

3.- De acuerdo con Viñas, se trataría de Campaña constitucionalista (Ocho mil kilómetros de campaña), realizada por Jesús H.
Abitia, 1914.

4.- Véase María Luisa Amador y Jorge Ayala Blanco, Cartelera cinematográfica 1920-1929 , CUECUNAM, México, 1999; 1930-
1939, CUEC-UNAM, México, 1975; 1940-1949 , CUECUNAM, México, 1982; 1950-1959 , CUEC-UNAM, México, 1985; 1960-1969,
CUECUNAM, México, 1986; 1970-1979 , CUECUNAM, México, 1988.

5.- Entrevista realiza por el autor a Jorge Ayala Blanco el 21 de noviembre de 2003.
6.- Entrevista realiza por el autor a Gerardo Salcedo el 18 de noviembre de 2003.

*Centro de Producción Audiovisual.FPyCS.UNLP.2003